Landscape in Csik (Transylvania) - Istvan Nagy |
Observaba las plantas
vecinas y no veía rastro de flor, ni un pétalo tendido en el suelo, ni una
hormiga cargado un trocito colorido. Le parecía eso terrible. A pesar de ser la
única flor allí, nadie parecía asombrarse o admirarla. Todos la ignoraban,
seguían en sus asuntos de plantas, árboles y animales.
A lo lejos, alcanzó a
ver un puntito flotante, era pequeñísimo. Volaba entre las ramas de los árboles
como buscando algo. A la flor le hacía gracia ya que lucía un poco torpe y a
veces se chocaba. Pronto se fue acercando. Era una abeja pequeña. Voló cerca de
las otras plantas, luego se acercó a la flor y se posó en una de las hojas de
su delgado tallo. Ella no dijo nada, sólo observó atentamente los movimientos
del animal. Eran tan delicadas sus patas, con tanta suavidad caminó en la
delgada hoja que apenas soportaba su peso. Encrespó sus pétalos, queriendo
parecer más hermosa de lo que era. Se puso erguida, pero con sensualidad. La
presencia de la abeja hizo que su color maravilloso se avivara mucho más. Voló
el animalito y se detuvo en uno de los pétalos. Se miraron un rato. La flor,
que antes había deseado que el sol se moviera y el día pasara, quiso ahora
quedarse así con la pequeña abejita, quiso que el sol se quedara como una
mancha de pintura en el cielo. La bolita con alas estaba atónita ante el
esplendor de aquella flor. Sus pétalos tan perfectos y redondos, coloridos,
pero no extravagantes. Su tallo fino y frágil. El perfume que emanaba la
embriagaba. Era lo más hermoso que había visto. Quiso ser abrazada por ella,
ella quiso abrazarla. Atraparla entre sus colores y olores. Sin embargo, su
romance duró poco tiempo, el sol ahora se había movido. El día pasaba. La abeja
estuvo un rato en sus pétalos, mirándola, como despidiéndose, y finalmente se
marchó. La flor, aunque la entristecía un poco el hecho de que su amor se
hubiese ido, se sentía mejor que antes. El sol lentamente iba cayendo en el
horizonte y manchaba de anaranjado el jardín. Observó el atardecer. Ahora, para
ella, los árboles bailaban de júbilo, las plantas sin flores parecían reír, las
hormigas llevaban menos carga y parecían marchar al ritmo del canturreo de los
pájaros sentados en las ramas. Todo era diferente ahora. Pronto marchitaría y
dejaría nada más que sus pétalos regados en el pasto y su tallo seco. No
obstante, su diminuta vida no habría sido en vano, pues había conocido a la
abeja más hermosa y la había amado unos segundos.
En el jardín no volvió a
nacer rosa alguna. Los árboles continuaron su cotidiano baile al viento. Los
animales a lo suyo. Nadie habló nunca de la flor de color maravilloso, mas
todos la recordaron. Lejos de allí, crecía otra flor, nacida del amor entre la
flor majestuosa y la abeja espléndida.
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