domingo, septiembre 01, 2013

Sol tardío


Landscape in Csik (Transylvania) - Istvan Nagy
Al sol se le había hecho tarde para posarse. O eso era lo que creía la flor, tan nueva, bella y delicada, que contaba cada segundo y cada ola de viento frío. No era una flor cualquiera, sino una única, de un color maravilloso, el que usted crea propicio. La florcilla de color maravilloso había nacido aquel día, pero aquel día también quería morir. Estaba sola entre las hojas verdes con manchas amarillas; los árboles viejos y silenciosos, unos sin tantas ramas, otros con el tronco rugoso y con moho; el pasto corto, verdoso, con algunas zonas amarillentas y secas por el sol; ahí también estaban unas aves coloridas y otras opacas, unas silbando y las otras calladas con ramitas en el pico; algunas pequeñas hormigas se alcanzaban a ver en la tierra, en las ramas caídas de los árboles y hasta en los mismos árboles; había también otras plantas alrededor, pero tan verdes, tan tristes, sin flor alguna o capullo. Le entristecía aquello a la flor de color maravilloso. Le parecía que el sol no se movía, que el día no pasaba, que su vida sería larga y la soledad la acompañaría hasta su agonía. Los árboles eran callados y se movían con melancolía. El pasto sólo parecía servir de decoración en el jardín, no parecía molesto con las hormigas, pero sí resignado a tener que soportar los caminitos formados por ellas. Las aves cantaban, armaban los nidos para sus futuros polluelos y dormían. Nada más, ni un pequeño silbido a la flor, ni se acercaban. Sin embargo, la flor estaba un poco aliviada por ello, pues los pájaros, que tan lindos se veían, podían arrancar las ramitas de su planta, o arrancarla a ella. Quería morir dignamente, no devorada por un pájaro o, peor, hecha un nido. Quería morir como cualquier flor magnífica, marchitándose poco a poco, cada día.
Observaba las plantas vecinas y no veía rastro de flor, ni un pétalo tendido en el suelo, ni una hormiga cargado un trocito colorido. Le parecía eso terrible. A pesar de ser la única flor allí, nadie parecía asombrarse o admirarla. Todos la ignoraban, seguían en sus asuntos de plantas, árboles y animales.
A lo lejos, alcanzó a ver un puntito flotante, era pequeñísimo. Volaba entre las ramas de los árboles como buscando algo. A la flor le hacía gracia ya que lucía un poco torpe y a veces se chocaba. Pronto se fue acercando. Era una abeja pequeña. Voló cerca de las otras plantas, luego se acercó a la flor y se posó en una de las hojas de su delgado tallo. Ella no dijo nada, sólo observó atentamente los movimientos del animal. Eran tan delicadas sus patas, con tanta suavidad caminó en la delgada hoja que apenas soportaba su peso. Encrespó sus pétalos, queriendo parecer más hermosa de lo que era. Se puso erguida, pero con sensualidad. La presencia de la abeja hizo que su color maravilloso se avivara mucho más. Voló el animalito y se detuvo en uno de los pétalos. Se miraron un rato. La flor, que antes había deseado que el sol se moviera y el día pasara, quiso ahora quedarse así con la pequeña abejita, quiso que el sol se quedara como una mancha de pintura en el cielo. La bolita con alas estaba atónita ante el esplendor de aquella flor. Sus pétalos tan perfectos y redondos, coloridos, pero no extravagantes. Su tallo fino y frágil. El perfume que emanaba la embriagaba. Era lo más hermoso que había visto. Quiso ser abrazada por ella, ella quiso abrazarla. Atraparla entre sus colores y olores. Sin embargo, su romance duró poco tiempo, el sol ahora se había movido. El día pasaba. La abeja estuvo un rato en sus pétalos, mirándola, como despidiéndose, y finalmente se marchó. La flor, aunque la entristecía un poco el hecho de que su amor se hubiese ido, se sentía mejor que antes. El sol lentamente iba cayendo en el horizonte y manchaba de anaranjado el jardín. Observó el atardecer. Ahora, para ella, los árboles bailaban de júbilo, las plantas sin flores parecían reír, las hormigas llevaban menos carga y parecían marchar al ritmo del canturreo de los pájaros sentados en las ramas. Todo era diferente ahora. Pronto marchitaría y dejaría nada más que sus pétalos regados en el pasto y su tallo seco. No obstante, su diminuta vida no habría sido en vano, pues había conocido a la abeja más hermosa y la había amado unos segundos.
En el jardín no volvió a nacer rosa alguna. Los árboles continuaron su cotidiano baile al viento. Los animales a lo suyo. Nadie habló nunca de la flor de color maravilloso, mas todos la recordaron. Lejos de allí, crecía otra flor, nacida del amor entre la flor majestuosa y la abeja espléndida.

    

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