miércoles, julio 31, 2013

Por Qué Los Perros No Vuelan

Venetian Street - John Singer Sargent

Hoy me pregunté por qué los perros no vuelan. El techo de mi habitación parecía no tener respuesta. Me levanté y salí.

El sol estaba como siempre, echando llamaradas luminosas y calientes sobre todo lo que hay en la ciudad. Mucha gente iba como de afán, a sus trabajos, quizás, o a verse con alguien, de pronto, o a llevar a sus hijos a la escuela. Yo, no iba para ningún lado. Sólo iba. Mirando la gente hacer sus cosas casi maquinalmente. No puedo decir que todos, claro, pero la mayoría. Me incomodaban estos zapatos. Sentía que caminaba raro. Afortunadamente, la MAYORÍA de personas estaban absortas en sus quehaceres. Yo, absorta en mi nada. El cielo estaba despejado. Difícilmente pude mirar hacia arriba por el sol. Bajé la cabeza y tenía los ojos encandilados. 

Sin querer (interrumpir mis reflexiones) tropecé con un viejo. Parecía de esas personas solitarias que coleccionan cosas sin importancia. Me disculpé. Él también lo hizo. Las disculpas salieron como si nos las hubiesen guardado en la memoria para usarlas en casos como estos. Seguí mi camino y el viejo el suyo. Tras habernos alejado unos cuantos pasos, ambos volteamos a mirar. Algo nos llamaba, nos unía. Volví caminando hacia él. Aquel viejo barbudo y solitario -aparentemente- se quedó estático esperándome. Me acerqué y le pregunté “qué es” y no dijo nada. Caminamos como sin dirección unos minutos. “Pensamos e imaginamos” respondió finalmente. “Mire, hoy, en un mundo de cuerdos- como suelen llamar a la muchedumbre de seres iguales-, cualquiera que piense o actúe diferente es un loco, un enajenado. Así que tenga cuidado. Debemos cuidarnos”. El viejo, al parecer -además de solitario- loco, continuó caminando. Comprendí que eso era todo, que debíamos separarnos. Lo estuve mirando hasta que se perdió de mi vista.

Se escuchaban algunos pájaros esa mañana soleada. También las hojas de los árboles cantaban su himno al ser rozados por el viento cálido. Murmullo, mucho murmullo de gente haciendo sus quehaceres. Yo ya había terminado el mío: hablar con un desconocido, con un completo soñador, amante de la vida, esposo más de la fantasía que de lo real. El viejo sólo se detuvo para esperarme para devolverme las esperanzas. Yo no estaba sola, yo no era la única que me preguntaba por qué los perros no volaban. Había más niños en cuerpos de viejos caminando por ahí, tropezándose con muchachas. Había más colores de los pensados en la humanidad. Persistían los sueños.

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